Hay algo profundamente humano en mirar una fotografía: nos detenemos frente a una imagen de un momento pasado pero que, al mirarlo, podemos sentir que se filtra por un instante en nuestro presente y nos toca el corazón. Con las fotografías familiares esta sensación podemos sentirla de manera más aguda ya que sabemos que lo que estamos viendo son fragmentos vivos de historia emocional, memoria compartida y lazos invisibles que nos unen con quienes estuvieron antes que nosotros.
He sido testigo, de manera constante, de la importancia que tiene el patrimonio fotográfico familiar cuando alguien fallece. La ausencia física de un ser querido suele despertar con fuerza el deseo de reencontrarse con todo aquello que conserve su memoria: su voz, sus objetos, las cartas donde vemos su letra… y muy especialmente, sus fotografías.
Pero en muchos casos, ese deseo de conservación se convierte en tensión. He acompañado familias en duelo que, además del dolor por la pérdida, atraviesan discusiones dolorosas en torno a “las fotos de mamá” o “los álbumes de la abuela” donde se encontraban años de historia familiar, documentados en papel fotográfico. Entonces, ¿quién se queda con qué imagen? ¿Por qué no se encuentran algunas fotos que sabemos que se tomaron? ¿Quién cogió ya fotos sin consultar? ¿Quién borró o botó sin preguntar?
Este tipo de conflictos pueden parecer triviales desde fuera y sobre todo cuando no se pasa por ellos, pero en realidad reflejan la carga afectiva y simbólica que depositamos en cada imagen. No discutimos por una foto en sí, discutimos por lo que significa: por ese momento que no volverá, por esa sonrisa que ya no veremos, por el deseo profundo de seguir vinculados con quien ya no está.
Es por eso que insisto todo el tiempo en algo que tal vez no sea común hablar en vida: la necesidad de crear, en familia, un plan de acción claro para el cuidado del patrimonio fotográfico familiar.

Mientras todos estamos vivos, es más fácil conversar, organizar, compartir decisiones. Pero si una persona muere (sobre todo si era la que documentaba la historia familiar), muchas veces no queda claridad sobre qué hacer con todas esas imágenes. Y lo que sigue, en demasiadas ocasiones, es el caos: cajas perdidas, discos duros borrados o regalados o sin manera de entrar porque nadie conoce el password, fotos que se reparten sin orden y por ende memorias que se pierden para siempre.
Cuando la fotógrafa o fotógrafo “de la familia”, esa persona que siempre tenía la cámara en mano, que guardaba todo fallece, varios miembros de la familia sienten que tienen derecho a una parte de esas imágenes porque en ellas está su infancia, su historia, su identidad. Y si no existe un acuerdo previo, las decisiones se toman desde la urgencia del duelo y desde la emoción sin filtro (miedo, coraje, frustración y dolor), de perder lo poco que queda.
Las fotos entonces, se reparten sin método, se digitalizan mal, se olvidan en USBs que se dañan o se pierden entre papeles. He escuchado varias veces la frase: “Yo no sé quién tiene esa imagen, creo que se la llevó mi tía o mi primo…” Y con cada imagen que se extravía, se deshilacha un poco la historia familiar.
Por eso hoy te propongo un cambio de mirada. ¿Y si comenzamos a hablar del patrimonio fotográfico como parte de nuestra herencia emocional y colectiva en nuestras reuniones de familia? ¿Y si, desde el presente, nos tomamos el tiempo de organizarlo, pensarlo, cuidarlo entre todos?
Una idea concreta y muy efectiva es crear un banco digital familiar de fotografías. Una carpeta en la nube (Google Drive, Dropbox, iCloud, entre otras) donde cada miembro de la familia pueda aportar imágenes, con nombres, fechas aproximadas, historias relacionadas. Este archivo puede tener responsables por generación, criterios de organización, acceso compartido y también protocolos de seguridad para resguardar la información.
Otra opción preciosa es organizar, de vez en cuando, encuentros familiares en los que se revisen fotos juntos: mirar álbumes, digitalizar en grupo, contar las anécdotas que cada imagen despierta y escribir toda esa información que nos permite nutrir nuestro foto-patrimonio. Estos encuentos no solo ayudan a preservar las fotos, sino también a tejer vínculos, a comprender mejor nuestras raíces, a honrar a quienes ya no están.
También es importante decidir, en vida, qué hacer con las colecciones más personales: ¿quién conservará los álbumes impresos de los abuelos? ¿Qué hacemos con los negativos antiguos o con las fotos guardadas en el teléfono de la tía? Estas decisiones pueden escribirse, acordarse entre hermanos o primos, dejarse registradas como parte del legado emocional. Porque, aunque suene extraño, también se puede hacer un “testamento fotográfico” que especifique cómo cuidar esos archivos cuando ya no estemos.
Hablar de esto no es morboso, es anticiparse con amor y claridad al dolor inevitable. Es comprender que cuidar la memoria es también cuidar a quienes vendrán. Porque el patrimonio fotográfico familiar no es solo una colección de recuerdos: es una brújula para las generaciones futuras. Es lo que permitirá que nuestras hijos, nietos o sobrinos conozcan los rostros, los gestos y los momentos que marcaron nuestra historia antes de que ellos pisaran esta tierra.
Si no tomamos decisiones hoy, corremos el riesgo de que ese legado se fragmente, se diluya, se pierda. Pero si conversamos, si organizamos, si compartimos, entonces estaremos sembrando algo mucho más profundo: una memoria colectiva, amorosa y accesible.
Te invito a hablarlo con tu familia. A abrir esas cajas de fotos cogiendo polvo en el closet, a preguntar quién tiene fotos en su teléfono y a empezar a digitalizar y copiar. A crear un banco común, un archivo familiar, una lista con lo que hay y lo que falta. Te invito a decidir juntos qué quieren hacer con las fotos si un día alguien falta.
Porque cuando el recuerdo se cuida entre todos, permanece. Y porque, aunque no podamos evitar las despedidas, sí podemos decidir cómo sostener la memoria de quienes amamos.
Construyamos hoy ese patrimonio que mañana contará nuestra historia, para que las futuras generaciones no olviden a quienes fueron las raíces de nuestro árbol familiar.
Un abrazo,
Milaysha