Cuando acompañamos a alguien que transita el final de su vida es natural que toda nuestra atención y cuidado se concentren en esa persona. Queremos que se sienta amada, respetada, escuchada, que su camino sea lo más sereno posible en su última etapa. Sin embargo, en medio de ese proceso tan sensible, hay alguien que muchas veces queda en segundo plano: el/la cuidador/a.
En la mayoría de los casos, la persona que cuida es un familiar cercano: un hijo, una hija, la pareja, un hermano o una hermana. Esa persona que, muchas veces, sin ser un profesional de la salud, asume el rol de sostén físico y emocional para quien necesita ese cuidado 24/7.
Esto significa tener que ocuparse desde la organización de tratamientos y citas médicas hasta del acompañamiento en momentos de miedo o de dolor, entre luchas otras cosas. Todo este proceso es uno duro y paradójico para quien cuida porque mientras apoya con todo su ser al mismo tiempo también sufre con todo sus ser. Cuidar de primera mano es vivir una pérdida anticipada y sentir diariamente miedo, tristeza, cansancio, y en muchos casos, culpa. A todo esto debemos añadir el hecho de que sus emociones y proceso de duelo anticipado quedan invisibilizados porque la prioridad, para el resto de la familia y/o la sociedad, es quien está muriendo.
El ser doula de duelo y de fin de vida, me ha dejado ver de primera mano cómo los cuidadores van desgastándose poco a poco sin siquiera darse cuenta. Las noches sin dormir, las decisiones difíciles, las cuentas a pagar, los momentos de soledad y a veces el desconocimiento de la misma enfermedad o proceso de muerte inminente de la persona que cuidan, son una fuente (emocional y física) de estrés traumático directo que no recibe ayuda para ser procesada. Como consecuencia, el silencio se vuelve un aliado para ellos ya que, por miedo a ser juzgados o interrogados, prefieren responder a las preguntas sobre su estado emocional con frases cortas como « estoy bien » o « lo importante es que él o ella esté bien » cerrando así una posiblidad a una conversación basada en ellos mismos. Y ojo, este cierre no debe ser tomado como un deseo de alejar a los demás sino como una muestra de cansancio, de desgaste, y de, muy probablemente, una necesidad de apoyo exterior no expresada.

Cuando visibilizamos a la persona que cuida y a sus necesidades, se nos hace más fácil comprender que su bienestar influye directamente en la calidad de la despedida terrenal que él o ella esta brindando o desea brindar a su ser querido. El apoyo que concentramos entonces, sobre el cuidador, le recordará que hays que cuidarse bien para poder cuidar bien. Una persona acompañada, validada y apoyada puede ofrecer una presencia más auténtica y compasiva. Por el contrario, si la persona se siente sola, sobrepasada o emocionalmente exhausta, por más amor y ganas que tenga para cuidar, puede vivir su rol desde un lugar de sufrimiento, de coraje y de reproches que impacta a todos los involucrados. Acompañar a quien cuida, entonces, no es un gesto de amabilidad adicional. Acompañar a quien cuida debe ser parte integral de un acompañamiento consciente y compasivo en el final de la vida.
Ofrecer acompañamiento a los cuidadores implica abrir espacios donde puedan expresar su tristeza, su enojo, su agotamiento, sin ser juzgados ni minimizados ni corregidos. Muchas veces, los cuidadores no esperan ni necesitan que le brinden grandes discursos ni soluciones mágicas. Lo que necesitan es que alguien los escuche, que valide su experiencia y que les recuerde que su dolor también importa. Que no están fallando si sienten que no pueden más. Que no están siendo egoístas si, por momentos, desean escapar de la situación. Sentirse visto y reconocido puede ser, para quien cuida, un acto profundamente sanador.
Además del acompañamiento emocional, es fundamental ofrecer apoyo práctico. Muchas veces, los cuidadores no piden ayuda porque no saben cómo hacerlo o porque sienten que deberían poder con todo. Ahí es donde podemos intervenir de manera concreta, proponiendo acciones específicas: llevarles una comida, quedarse unas horas con la persona que cuidan para que puedan ir a hacer algo para ellos mismos, ayudar en gestiones administrativas o simplemente acompañarlos en silencio. Pequeños gestos (preguntando siempre de antemano qué es lo que necesitan) que, en momentos de gran vulnerabilidad, pueden significar mucho.
También es importante respetar sus necesidades. No todos necesitan hablar o desahogarse de lo que viven la primera vez que conversamos con ellos. Algunos requieren tiempo para confiar, otros prefieren mostrar su vulnerabilidad solo en espacios íntimos. Recordemos siempre que acompañar es estar disponible sin imponer, es ofrecer presencia sin forzar la palabra, es sostener el espacio para cuando estén listos para ocuparlo.
Por último, no podemos dejar de lado el hecho de que el proceso de cuidar a un ser querido en el final de su vida no solo transforma a quien está partiendo, también transforma a quien cuida. Después de la muerte, muchos cuidadores sienten que han perdido no solo a su ser querido, sino también una parte importante de su identidad. Es por eso que el acompañamiento de quien cuida no debe terminar con la muerte física de la persona cuidada. El duelo del cuidador continúa y acompañarlo en esa transición es igual de necesario. Permitirle espacio para nombrar su dolor, para reconstruirse, para entender que su valor no dependía exclusivamente de su rol de cuidador, es parte de la continuidad de nuestro trabajo como doulas de duelo y fin de vida.
Cuidar a quien cuida es reconocer que el final de la vida nos atraviesa a todos, cada uno desde su lugar y que todos merecen ser sostenidos. En una sociedad que a menudo celebra la fortaleza silenciosa y el sacrificio invisible, nuestra misión es recordar que la verdadera fortaleza radica en reconocer la vulnerabilidad y en permitirnos ser acompañados.
Así como abrazamos con amor a quienes se preparan para morir, abracemos también a quienes, día tras día, acompañan desde el amor, el cansancio y la esperanza. Porque ellos también transitan un duelo. Ellos también merecen ser vistos, sostenidos y amados.
Un abrazo,
Milaysha