Como doula de duelo y fin de vida, he podido acompañar a varias personas en sus procesos más íntimos, vulnerables y humanos. Uno de los patrones más frecuentes que encuentro es el mismo silencio heredado: no sabemos cómo hablar de la muerte. Es un tema que incomoda o que simplemente se evita. Lo curioso es que todos compartimos una gran realidad inevitable… vamos a morir. Vamos a morir y también morirán las personas que amamos. Entonces, si en el fondo lo sabemos, ¿por qué nos cuesta tanto hablar de ello?
La respuesta generalizada es que muchos de nosotros crecimos en familias donde la muerte no estaba admitida como tema de conversación. Crecimos escuchando frases como “se fue al cielo” o “está dormido” cuando alguien moría, cerrando, sin quererlo, el espacio para expresar el dolor, el vacío o el desconcierto que siente una persona (de cualquier edad) ante una pérdida. Esta falta de diálogo sembró un tabú transmitido de generación en generación como si fuera un pacto silencioso al que acordamos desde antes de nacer, como parte de nuestro legado emocional.
Pero ojo, mi intención no es buscar culpables a pesar del título de este artículo. Nuestros padres, como nosotros, también crecieron dentro del silencio o en entornos donde el miedo a la muerte era tan grande que ni siquiera se pronunciaba la palabra por temor a “invocarla”. Ellos, y probablemente los padres de ellos, aprendieron a tratar la muerte con distancia, solemnidad o incluso como una interrupción incómoda de la vida que debía superarse lo más rápido posible. El silencio fue, en muchos casos, una forma de protección. Pero también dejó muchas preguntas sin respuesta y muchas emociones sin expresar.
Estamos en el 2025 y aún hay personas que no saben que este silencio tiene un costo emocional profundo. He sido testigo de cómo un duelo no expresado o ignorado deja heridas que se arrastran durante años. En mis sesiones he visto a personas descubrir, con asombro, que nunca tuvieron un espacio real para procesar sus pérdidas. Al hablar de su miedo a la muerte, sus rostros se transforman: de la sorpresa a la tristeza, de la comprensión al llanto. Como si, al fin, tuvieran permiso para soltar aquello que llevaban guardado en silencio desde hace tanto.
Por eso estoy convencida de que el miedo a hablar de la muerte es un obstáculo para vivir con plenitud. Hablar de la muerte no es invocarla es humanizarla. Es darnos permiso para sentir, para llorar, para recordar y, sobre todo, para amar más intensamente sabiendo que nada es para siempre.
Como madre, entiendo que uno de los argumentos más comunes para evitar este tema con los niños es el deseo de protegerlos. Se piensa que hablar de estos temas puede traumatizarlos cuando en realidad lo que más daño les hace es el silencio. Desde muy pequeños, nuestros hijos perciben el dolor, la ausencia, los cambios. Si no les damos herramientas para comprender lo que pasa, si no les hablamos con amor y honestidad, ellos llenarán ese vacío con sus propias explicaciones, muchas veces más dolorosas y confusas que la realidad.

Entonces, ¿cómo podemos romper el silencio generacional en torno al duelo y la muerte? Primero, reconociendo que nuestros seres queridos quizá prefieran continuar manejando el tema como lo aprendieron: en silencio. Y eso hay que respetarlo. El miedo a enfrentarse a emociones profundas puede ser muy poderoso.
Si deseamos abrir espacios de conversación con quienes no están acostumbrados a hablar de estos temas, lo más recomendable es hacerlo poco a poco y desde el “yo”. No desde el juicio, no desde la exigencia. Juzgar o interrogar el silencio ajeno puede sentirse como una agresión. Y eso es justo lo que no queremos. El objetivo no es convertir un tabú en fuente de conflicto sino dar lugar a conversaciones sinceras y cuidadosas que puedan sanar, no herir.
Para empezar a hablar de la muerte no hay nada más poderoso, y a la vez más sencillo, que hacerlo con naturalidad. Observar cómo reacciona nuestro entorno y, poco a poco, permitirnos romper esa barrera de mutismo que ha acompañado este tema por tanto tiempo.
Podemos comenzar evocando una historia familiar, compartiendo una fotografía de alguien que ya no está, lanzando una pregunta espontánea o reflexionando sobre una serie o película que toque el tema. Lo importante es nombrar lo innombrado. Nombrar la muerte, hablar del duelo, nos permite vaciar el corazón, darle luz al dolor, compartirlo, procesarlo… y aprender a vivir con él. Porque aunque el duelo no se supera podemos aprender a vivir con él.
Aunque en este texto me concentré en el entorno familiar, no podemos olvidar que la sociedad en la que vivimos tampoco nos ayuda a procesar la muerte con empatía. En muchos lugares, el duelo no se reconoce legalmente, el tiempo para llorar es mínimo, y de quien sufre se espera que debe hacerlo rápido y en silencio.
Frente a todo esto, es urgente abrir espacios de palabra, de escucha, de acompañamiento. Espacios donde podamos reconciliarnos con nuestras emociones y darnos cuenta de que no estamos solos. Que el dolor compartido pesa menos. Que recordar también es honrar y una nueva forma de amar.
Como acompañante en estos procesos, no tengo todas las respuestas pero sí tengo una convicción profunda: tener estas conversaciones es un acto de amor. Hacia nosotros, hacia quienes ya no están, y hacia quienes algún día nos recordarán. Tal vez nuestros padres no supieron enseñarnos a hacerlo, pero hoy tenemos la posibilidad, y la responsabilidad, de cambiar ese legado. Necesitamos volver a darle a la muerte su lugar. Necesitamos aprender que manejar nuestros duelos y/o acompanar a quienes lo hacen, es un acto necesario y obligatorio de nuestra propia humanidad.
¿Cómo te relacionas tú con la muerte? ¿Qué aprendiste sobre el duelo en tu infancia… y qué te gustaría hacer diferente hoy?
Te leo con todo respeto y el cariño.
Un abrazo,
Milaysha